Me ascendieron la semana pasada. Fue una circunstancia fortuita, sin ceremonias, sin cumplir mérito alguno y, principalmente, sin acierto. Mi superior en la constructora en que trabajo tuvo un accidente automovilístico. Regresaba de Cuernavaca con su familia cuando inesperadamente se encontraron de frente con un burro que cruzaba con parsimonia la carretera, por esquivarlo se fue el coche a la cuneta en una de las tantas curvas mortales de la legendaria carretera libre México- Cuernavaca. Tenía una bonita casa de fin de semana, llegué a ir dos o tres veces, no era sofisticada ni rústica ni amplia ni pequeña, luminosa un poco, pero sólo cuando el cielo estaba despejado. El que me pareciera bonita quizá tenga más que ver con el nombre del fraccionamiento y la sensación de estar en la casa de fin de semana de mi compañero que con la arquitectura de la misma, una casa hecha en serie y vendida en los quioscos de los centros comerciales de la ciudad. La casa tenía dos plantas, una alberca de unos tres metros, un árbol de peras y dos bugambilias de unos diez años que dejaban la alberca recubierta de flores. Debía ser fabuloso zambullirse en la alberca cada fin de semana y apartar las flores moradas mientras tu hija las enredaba en su pelo. Poca gente lo sabe pero las flores de bugambilia son blancas y pequeñísimas como las hijas de mi compañero, las que tomamos por flores en realidad son hojas que se han modificado para facilitar la polinización. Dentro de la casa había tres recámaras, dos abrían sus ventanas hacia el jardín mientras que la tercera se orientaba hacia un pasillo que llevaba a la calle, una cocineta y una sala organizada alrededor de una televisión enorme donde siempre estaba sintonizado el Cartoon network o el futbol los domingos, dos o tres cuadros y algunas plantas ornamentaban la estancia. La habitación de huéspedes era una de las que se orientaban hacia el jardín. Alguna vez mientras platicábamos en el jardín y los primeros zancudos de la tarde comenzaban a congregarse cerca de nosotros le pregunté a mi amigo la razón por la que sus hijas habían elegido la habitación del fondo, la que daba al pasillo y a la calle, y se apartaban por las noches de la alberca y el jardín. Es que me gusta darle lo mejor a mis huéspedes, además es una lata dormir a las niñas cuando saben que la alberca está tan cerca. En ese momento le di la razón mientras intentaba vanamente matar a los moscos, los presentía ocultos en la penumbra y solo era sensible a ellos cuando escindían grácilmente la vaguada de la tarde, fue hasta que pasé la caseta de la ciudad de México y estaba entrando a Tlalpan que me pareció que debería ser justo al revés de como lo pensaba mi amigo. Ese día ya no hablamos. Al día siguiente me ascendieron, el delirio por el ahorro le había costado la vida a mi amigo y a su familia en las curvas de la libre.
Pasé los primeros dos días haciendo planos y trabajo de escritorio antes de integrarme a mis nuevas funciones. Ahora tengo que ir a las obras, negociar con contratistas, hablar con los obreros y hacer trabajo de campo. También tendré que supervisar algunos momentos clave de la construcción y tomar decisiones sobre la marcha, recalcular las cargas de las columnas y dirigir la conexión de las instalaciones con las obras públicas. Tendré dinero en un par de años para comprar una de esas casas.
La noche del martes estuve inquieto, casi no pude dormir. Cuando llegué de trabajar cené sin apetito, dejé casi la mitad del sandwich de jamón, y me puse a pensar sobre el día siguiente. Desde la universidad no había puesto pie en una obra, no es que no me gustara pero llevaba varios años haciendo planos y tareas administrativas, haciendo diseño, guiado y limitado, mezquino, pero trabajo creativo a fin de cuentas. Me sentía como el niño que va a volver a la escuela y tiene miedo de que se le olviden los calcetines o la mochila o que sus compañeritos tan amigables el año anterior se hayan convertido en unos canallas pubescentes durante el verano. Preparé mis cosas, unas botas, un pantalón de mezclilla, una camisa barata que irremediablemente me despojaría de mi estilizada imagen abombándose en el vientre y desempolvé el viejo casco de seguridad antes de dormir. Esa noche soñé que era maestro de primaria rural y que mis alumnos se burlaban de mi cada vez que me volvía para escribir en el pizarrón porque un ciempiés grotesco se había colado en el salón y se acercaba a mí cuando me volteaba. Yo veía el ciempiés y tenía miedo de que me mordiera pero mi comportamiento en nada se alteraba, continuaba con mi clase y cuando las risas subían de volumen y no podía ignorarlas me volvía y les preguntaba angustiosamente de qué se reían, se quedaban callados y se miraban traviesos. Cada vez la escolopendra se acercaba más y más. Al final me mordía en el talón, no traía calcetines.
Llegué temprano a la obra, un conjunto de veinte casas en Metepec. Como era muy temprano no había nadie en el lote salvo el velador. Me quedé en el coche mientras desayunaba y estuve observando con la ventana abajo el panorama que se ofrecía a mis ojos. Los insectos variaban la intensidad de su zumbido a medida que el sol subía por la grúa en un conjunto habitacional cercano. Las calles impecablemente pavimentadas con concreto hidráulico cortaban infinidad de terrenos en distintas etapas de edificación, la mayoría eran baldíos o se habían desbrozado recientemente, en los camellones y arcenes del camino principal convivían palmeras enanas, cables y tuberías que señalaban el camino a los terrenos. Por un momento fui presa de la emoción y me entusiasmé pensando que ahí se construía algo, bajé del auto y recorrí febrilmente una de las manzanas a pie. A cada paso imaginaba un edificio distinto para cada parcela que nada tenía en común con el proyecto que se edificaba ahí, las construcciones se superponían en mi mente construyendo irreales falansterios. Entonces los vi venir por la calle principal. Venían desde la carretera entre ruidos de camiones y trailers de las distintas constructoras. Los insectos callaron en ese momento o me encontraba tan absorto en mis pensamientos que no había notado el silencio. Cientos de obreros marchaban decididamente hacia mi con sus casacas naranjas reluciendo al alba. Emprendí apresuradamente el camino de regreso al auto, el vaso de la cafetería quedó a medio camino para ser pisoteado decenas de veces. Esperé en el auto mirando nerviosamente por el retrovisor la turba que se avecinaba pero solo unos pocos siguieron caminando por la calle central y me adelantaron somnolientos. Poco a poco se fueron encendiendo las máquinas en los lotes y las grúas cobraron vida. Decidí esperar otra media hora y finalmente entré a la obra.
Lo primero que noté al entrar fue que nadie me esperaba. Lo siguiente fue que no les importaría mi existencia hasta mitad de la mañana, hora en que llegaría el camión de suministros que debía administrar entre los cinco grupos de casas que constituían la obra. Aproveché el tiempo para hacer unas llamadas bajo la mirada recelosa del velador. Al cabo de un rato volví a platicar con el encargado y le pedí que me mostrara el desarrollo. Son solo piedras todavía, no hay nada que ver, me respondió. Insistí en que de cualquier manera me gustaría conocer el terreno para empezar a trabajar en los planos. Un poco malhumorado accedió y cuando caminábamos alrededor de los cimientos, los señalaba y decía estos son los cimientos, señalaba unas columnas y decía esas son las columnas, cuando nos acercamos a las casas que estaban más avanzadas me condujo a través de ellas y me invitó a subir por una escalera exterior, se detuvo ceremonioso cerca de una ventana y, por fin de buenas, me dijo: este es el segundo piso, al centro se ve la alberca, y rió dichosamente. Yo reí sin asomarme, por fin se había distendido la atmósfera, pero como el hombre seguía apuntando firmemente con la mano hacia el centro del terreno y la frialdad amenazaba con reinstalarse me acerqué tímidamente para verla. Al centro del terreno se había excavado un hoyo rectangular de seis por doce, como aun no se había recubierto con cemento lo único visible era un gran charco de lodo en el que se reflejaba el cielo de la mañana y bebía un perro.
El resto del día estuve en un apartado de la cabina del velador revisando planos y cuentas, los proveedores llegaron pasada la hora de la comida y todo transcurrió dentro de la habitación. Como era el primer día debía ponerme al día con el trabajo de mi amigo. Las horas pasaron levemente, casi no tuve tiempo de ocio. La comida me la dio el velador y comí en el cubículo. Alrededor de las seis de la tarde me encontraba cansado y me disponía a salir cuando el encargado llegó sonriente. ¿Ya se va ingeniero? Arquitecto, soy arquitecto. Perdón arqui, los muchachos y yo vamos a ver la pelea de box en la tele y queríamos invitarlo a que la viera con nosotros, El Gallo se trajo la tele de su casa y algunos fueron por unas chelas. ¿Cómo ve?
El camino hacia las casas que estaban más avanzadas era más complicado que en la mañana, la oscuridad amenazaba con infinidad de aristas en las que enganchar la piel y en el cielo las nubes presagiaban tormenta. El encargado caminaba con seguridad mientras yo lo seguía tanteando el terreno, la única luz visible era la de la ventana y la puerta en donde habían instalado la televisión. Cuando entramos había unos ocho o diez hombres sentados en el piso viendo la televisión, las cervezas habían llegado apenas y comenzaban a repartirlas. El encargado me presentó ceremoniosamente, su expresión era muy parecida a la que empleó cuando me mostró la alberca. El es el ingeniero nuevo, va a estar trabajando con nosotros muchachos, pasenle una chela. Por un instante todos me miraron y se quedaron callados mientras abría mi cerveza. Cuando terminé todos dijeron salud inge. Salud. En la pantalla se veía un cuadrilátero azul de las Vegas, pelearía un mexicano y un colombiano, pesos ligeros, pero nadie parecía interesado, estaban cansados. Dos pausas comerciales después inició la pelea, de inmediato todos enmudecieron y miraron la pantalla. A los tres segundos comenzaron las porras, el mexicano iba ganando terreno, se movía con seguridad ante la petulancia del extranjero. Dale pendejo, a los riñones, el mexicano lanzó una ráfaga de golpes acertando dos de lleno que marearon al colombiano. No se abracen, parecen nenas Gallo. El tal Gallo condescendió mientras el colombiano lanzaba un duro golpe a los riñones ganando la atención del mexicano y del Gallo. Tocaron la campana, el mexicano estaba fresco aún, el colombiano sudaba copiosamente mientras le limpiaban la frente y le gritaban consejos. Anuncio de cerveza, salud. La chica del cartél del segundo round arrancó suspiros, comenzó a llover. Los rounds se sucedieron con rapidez, a la altura del quinto asalto el mexicano tenía un corte en la ceja y el colombiano miraba como un caballo pandillero a su rival. Salió de nuevo la chica del anuncio de cerveza. Entonces se fue la luz. El tal Gallo corrió a la tele y le dio algunas palmadas desesperado, no me falles chiquis, No wey, se fue la luz, también se apagó el foco. Todos se rieron pero el ánimo decayó rápidamente. Comenzaron a quejarse, otra vez se había tronado el generador y habría que esperar hasta el día siguiente para que alguien de la empresa lo arreglara. Un poco bebido les dije que igual y lo podía arreglar, como tenía que diseñar las instalaciones eléctricas conocía muchos tipos de plantas eléctricas y si me decían donde estaba el generador con suerte le encontraría el problema. Quizá fuera sólo el fusible. El encargado encendió una lámpara, la puso bajo su mentón y dijo borracho: ¿En serio?. Me apuntó con la lámpara, enserio, le dije. A ver deja te enseño. Me acompañó a la puerta, sentía sus miradas tensas en el cuarto oscuro mientras el encargado me explicaba dos veces cómo llegar a la planta porque la primera no le había entendido o no me había dicho nada coherente. A estas horas el único peligro es caerse a la alberca o caerse de borracho y partirse la cabeza con un fierro. Se va con cuidado arquitecto.
La lluvia caía con pesadez, era una lluvia de grandes gotas. Por un momento quise volver a casa, qué necesidad tenía de todo eso. Pero de pronto me sentí aventurero, comencé a caminar por el terreno fangoso, nadie me esperaba en casa. El terreno fluía bajo mis pies y tenía la extraña sensación de ir flotando, el lodo se había adherido a mis botas, me resbalaba de vez en cuando y recuperaba el equilibrio tras varios pasos como si no hubiera pasado nada. La linterna que me habían dado iluminaba la lluvia que caía brillante y señalaba el camino pocos metros adelante. El camino comenzó a parecerme desconocido, temí por un instante haberme perdido, qué pasaría si me caigo en la alberca y tienen que salir a buscarme. El terreno era irregular y casi no veía nada , el brillo de la lluvia me cegaba. Por fin vi la caseta de la planta de luz, a lo lejos, sombría entre la lluvia. Entré en ella y más tranquilamente me orienté dentro del cuarto con la linterna, pensé que lo único peor que caerme en la alberca sería que me encontraran la mañana siguiente muerto y retorcido en una pared. Ah, ahora no fueron los fusibles, le diría el electricista al encargado, lo que pasa es que se le atoró un ingeniero entre los cables. Arquitecto, era arquitecto, diría el encargado. Encontré el problema con facilidad, era un fusible, estaba bien, sólo había que cerrar de nuevo el circuito. Subí la palanca, apreté el interruptor. A lo lejos se oyeron gritos de júbilo, último round, último round. Pensé en regresar de inmediato para no perderme la pelea, pero preferí esperar en esa caseta mientras se animaba con el rumor de la electricidad.
Castorena